UN SANTO VIVO
Casi todos aceptamos, con desigual entusiasmo, la existencia de santos oficiales, es decir aquellos que, supuestamente, reunieron en vida los méritos suficientes para subir a los altares, que han sido un modelo a imitar, un ejemplo para los seres humanos de cualquier época y que, además, se supone que, después de muertos, gozan de la presencia divina y del privilegio de obrar milagros.
Por desgracia, se trata de personajes desaparecidos y, por tanto, al no haber tenido la oportunidad de valorar su actitud en la vida, ni de comprobar sus reacciónes ante la injusticia y la adversidad desconocemos si el criterio para su distinción fué justo, incluso si llegaron a existir o fueron, o actuaron, como nos han contado. Digamos que tenemos cierto escepticismo ante la designación oficialista.
Ante esta situación habría que recomendar a las iglesias que se decidieran a canonizar a los santos vivos. Por que existen. Yo, al menos, soy uno de los afortunados que conoce, habla y se relaciona, de vez en cuando, con uno de ellos; de carne y hueso. Es cierto que es el único que conozco, pero está muy vivo. Ignoro cómo eran los otros pero este es santo con mayúsculas. Solo vive por y para los demás, no regatea esfuerzos, ni tiempo, ni entrega en la ayuda a los drogodependientes, a los presos, a los marginados, a los que viven y duermen en la calle y, en definitiva, a todos los que pueden necesitarle. Bien es verdad que su juventud es su gran aliada ¡solo tiene 89 años!; pero nunca le escucharan decir que está cansado, que le duele algo. Solo siente dolor ante la injusticia, la desigualdad y la actitud de la sociedad con los problemas que ella misma crea y no es capaz de resolver.
Y también hace milagros, todos los dias; pero de verdad. No curaciones inventadas o apariciones mercantilizadas. Sus milagros pueden comprobarse con facilidad, sin recurrir a falsos o manipulados informes médicos. Los hace con los reclusos que, milagrosamente, recuperan la alegría de vivir y, cuando salen en libertad consigue que se reinserten en la sociedad; con los hijos de las reclusas que viven con sus madres en la carcel y a los que, de forma milagrosa, les hace sentirse niños como los demás; con los drogodependientes a los que, solo un milagro suyo, logra transformar en ciudadanos normales. Y con todos los cientos de marginados a los que diariamente atiende y ayuda y con los que obra el milagro de que no reniegen de su existencia y consigue, también milagrosamente, que desechen su idea de abandonar precipitadamente este mundo.
Dice mi amigo Matías Antolín que “está enfermo de filantropía”, que es “un misionero de utopías” y “que tiene la cordura de un loco”. No le falta razón al bueno de Matías. Sólo hay una parte negativa para quien le conoce. Desde el momento en que uno se cruza con el, con su cara de despistado, con su amplia sonrisa y le mira a sus ojos vivos, inundados de felicidad y optimismo, tiene que asumir que es imposible estar a su altura, se sentirá empequeñecido y desnudo con sus miserias y egoismos y la conciencia no dejará de remorderle ante su ruín comportamiento con las personas que le rodean.
Si alguna vez se encuentran con Jaime Garralda van a tener la misma suerte y el mismo problema que yo.