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“El éxito sin honor es un fracaso” Anónimo
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Sobre la Fiesta de los Toros

Para defender la existencia de una sólida afición, algunos ponen como ejemplo los festejos de la Feria de San Isidro que, con los tendidos llenos, se celebran en Madrid, y que resultan una cita obligada para los taurinos, pero también, y sobre todo, para aquellos que acuden a la Plaza de Toros de Las Ventas para ver y ser vistos.
Digamos que se convierte en una especie de cocktail multitudinario al que acuden 20.000 personas diariamente durante más de 30 días, y que quien se precie de tener un cierto estatus social, no puede perderse.

Pero la realidad del mundo taurino y de la verdadera afición por este maravilloso y singular espectáculo, es muy otra. Exactamente la que pueden vivir si se acercan, a la misma plaza de toros, cualquier domingo de la temporada. No encontrarán allí más de 1.500 personas, incluidos los 400 o 500 turistas de rigor, que abandonan el recinto en el segundo o tercer toro.

Y es que ,después de más de 40 años de aficionado, y de vinculación a este evento peculiar en el que el hombre baila con la muerte, puedo afirmar con conocimiento de causa y autoridad para decirlo, que nadie se ha preocupado, de verdad, en fomentarlo y cuidarlo. Y no me refiero solo a los empresarios. Hay que incluir en el paquete a las autoridades, responsables de la regulación de los espectáculos, y a las Comunidades y Ayuntamientos, propietarios de muchos recintos taurinos.
A todos se les llena demagógicamente la boca hablando de bien de interés cultural, de tradición y de españolidad pero, a la hora de actuar, lo hacen única y exclusivamente con desprecio y con afán recaudatorio.

Creo que fue Dominguín quien dijo que los toros son un espectáculo maravilloso manejado por incompetentes.

No ha sido incompetencia sino despreocupación, abandono y dejadez en todos, o casi todos, los que han estado hasta ahora involucrados en la organización de los espectáculos taurinos.

Se han interesado muy poco o nada por ellos, excepto en lo referente a su rentabilidad inmediata; ni los han cuidado, ni les ha importado la comodidad y seguridad de los espectadores, ni los han promocionado de forma eficaz, ni se han planteado su modernización en el más amplio sentido. Solo han pensando en “su” presente, sin prever que el paso del tiempo y las especiales connotaciones del espectáculo en cuestión, necesitaban un tratamiento adecuado para preservar su continuidad. Es decir, nunca se ha invertido en futuro. Recurriendo a la jerga taurina podríamos decir que su principal preocupación ha sido “llevárselo”.

Consecuencia de ello es, por ejemplo, que no exista ningún evento en el planeta, salvo los espectáculos taurinos, en el que personas que tienen una media de estatura de 1,75 cm., se vean obligadas a sentarse, para presenciarlo, en localidades construidas para ser ocupadas por individuos que medían 1,50. El resultado es que, salvo que le hayan amputado las piernas, y no pese usted más de 60 kilos, le resultará imposible presenciar el festejo, no ya con normalidad, sino con un mínimo de dignidad. Y así tendrá que aguantar durante dos horas y media, o tres, sufriendo en un potro de tortura y moviéndose de un lado para otro intentando no maltratar a los vecinos de localidad. Y, para colmo, el asiento que debe ocupar es una piedra sobre la que, pagando otra cantidad, le ofrecerán colocar, para seguir igual de incomodo, una cosa mugrienta llamada almohadilla; y no busquen un respaldo que no existe. Eso sí, el compañero que tendrán delante notará como le clava las rodillas en sus riñones y a usted le sucederá lo propio con el de atrás.

Convendrán conmigo en que, en el siglo XXI, y en estas condiciones, es muy difícil aficionarse o disfrutar de un espectáculo público. Y si, además, los precios no difieren de los de un concierto o actuación músical, resulta que la gente, sobre todo los jovenes, acaba hartándose y deja de acudir a las plazas de toros.

Por cierto no se le ocurra, ni por lo más remoto, intentar ir al baño. Tiene que ir usted con las “necesidades” hechas para tres horas. Ni en los países del tercer mundo encontrará usted lugares más cutres e indecentes. Y no les hablo, por obvio, de lo que supone sentarse en un tendido de sol, en pleno verano, de Despeñaperros para abajo.

Los aficionados saben bien que no me estoy inventando nada. Salvo en tres o cuatro plazas de toros recien construidas, en todas las demás la situación es la que acabo de relatar. Se me ocurre pensar, a vuela pluma, en lugares tan representativos como Aranjuez, Toledo, Talavera, Salamanca, Jerez de la Frontera, Sanlucar de Barrameda, Valladolid, Puerto de Santamaría, Zamora, Badajoz, Soria, Castellón, etc., etc.

Madrid y Sevilla, las dos plazas mas importantes del mundo, no les van a la zaga en incomodidades. Y ni les hago mención de los pueblos, incluso los importantes y muy poblados.

El colmo del desprecio a los espectadores es que, si un espectáculo se suspende por causa de la lluvia después de iniciado, no le devolverán un solo euro. No importa que la suspensión se produzca en el primer toro. Así lo establece el reglamento aprobado por los políticos que tanto quieren y defienden a esta fiesta. Todos percibirán lo que les corresponde a su costa, aunque usted no reciba contraprestación al pago de su localidad. La absurda y esperpéntica alternativa que se les ocurre a algunos presidentes de los festejos, para no perjudicar a los paganos, es continuar con su celebración aunque caiga el diluvio universal. Obviamente es mucho peor el remedio que la enfermedad que seguro usted cogerá si se le ocurre permanecer empapado en su localidad.

Y todo esto cuando los niños, desde que tienen uso de razón y van al cine, se sientan en un muy confortable butacón que cuenta con espacios para colocar las palomitas, la coca-cola y lo que les apetezca; por supuesto, disfrutando de aire acondicionado y calefacción. Y eso sí, pagando la décima parte de lo que cuesta una entrada de toros.

Podría llenar decenas de cuartillas con ejemplos y datos que no tienen cabida en un artículo como este. Incluirían el desprecio a la promoción y al marketing, el desinterés por buscar nuevos alicientes para atraer mas espectadores a los recintos, la caótica situación de los accesos a las localidades que algún día provocarán una desgracia, o la falta de ideas para “enganchar” a los jóvenes, y, finalmente, la falta de visión e imaginación para suavizar los aspectos mas duros y crudos del espectáculo sin alterar lo esencial.

A ver como convencen ustedes a sus hijos de que, con las dificultades que ya de por sí tiene esta fiesta por su crudeza, paguen el precio que les piden, y se animen a ir a un recinto que reune todas las incomodidades y desventajas propias del siglo XIX. Y si los jovenes no van…

Lo dicho, que entre todos – animalistas y los otros – la están matando y, al final, ella sola, por desgracia para los que somos aficionados de verdad, se acabará muriendo.

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